La palabra “nepotismo” significa, de acuerdo al Diccionario de la Academia Española, “la desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las gracias o empleos públicos”. Es voz que viene del latín, de “nepote”, esto es, sobrino. No es necesario decir que la doctrina constante de los jurisconsultos, en cualquier democracia organizada del planeta, considera que el nepotismo desnaturaliza la relación de Derecho Público que se establece entre la Administración y sus empleados.

Por su misma naturaleza y por el universo de conveniencias que entraña, el nepotismo nunca dejó de infiltrarse en el seno de la administración pública. Pero se lo consideraba un acto irregular e inaceptable. Así, por ejemplo, el 20 de abril de 1899, un decreto acuerdo del gobernador de Tucumán, doctor Próspero Mena, prohibía que, dentro de la misma oficina, existieran empleados “ligados por parentesco, hasta el cuarto grado inclusive”. Ordenaba que quienes se hallaran en el caso, debían presentar de inmediato la renuncia, bajo apercibimiento de destitución. Los considerandos tenían en cuenta que tal situación era “una corruptela”, que afectaba “la disciplina y corrección que debe existir en las distintas reparticiones de la administración”.

Estas disquisiciones vienen a propósito de la amplia nota que nuestra edición de ayer dedicó a la posibilidad cierta de que varios jefes municipales del interior que concluyen sus mandatos, se preparen a ser sucedidos por sus parientes: cónyuges, hijos, hermanos, yernos. Bien sabemos que el hecho se reitera en la mayoría de los niveles del mapa nacional.

Desde hace ya varios años, en la Argentina el nepotismo no solamente se practica, sino que se lo hace abiertamente -lo que era impensable décadas atrás- como si se tratara de algo normal y que no admite objeciones éticas. En Santiago del Estero, al no poder ser reelecto el gobernador, dejó instalada en su sitial a la esposa. Es solamente un ejemplo al pasar, tomado de entre los innumerables que podrían consignarse.

Parecería obvio argumentar la inconveniencia y los graves riesgos que entraña el nepotismo, para la comunidad de gobernados. Desnaturaliza el espíritu republicano, que establece la periodicidad en la función pública. El funcionario que termina su período viene a hacerlo solamente en teoría, ya que en la realidad continuará mandando, a través del pariente que pase a ocupar su lugar. Esto garantiza, además, que los actos del saliente no serán examinados.

Lo demás, ya se sabe. Una administración cargada de parientes en los niveles de mando y en los estratos burocráticos, dista de poseer los recaudos mínimos de una conducta imparcial, que atienda a los intereses públicos y no a las conveniencias que generan, inevitablemente, los lazos familiares. El nepotismo es fuertemente dañoso para la democracia. Y mucho más si se multiplica, como es habitual hoy en la Argentina, de una manera frontal y desembozada.

El sistema democrático tiene que fortalecerse seriamente ante un fenómeno tan generalizado. El funcionario debe aceptar que su cargo no es eterno sino temporario, en primer lugar. Y a la hora de los nombramientos burocráticos, la idoneidad y no el parentesco ha de ser el requisito esencial. Se hace sentir la falta de normas constitucionales y legales que tiendan a corregir un asunto que normalmente es pasado por alto, a pesar de su enorme trascendencia.